Antonio Dávila González, la "Surupa".
Por: Oswaldo Manrique.
Isnabus es un
pequeño poblado, casi caserío, verde, fresco, lleno de silencio y lentitud,
quizás esconde infinitas decepciones, pequeñas y grandes. Es basta la
vegetación que brota la tierra, marcada de derrames, chorrerones, quebradas, y
por un camino que a pesar de su taciturnidad lo lleva a su respiradero, La
Puerta, a unos 5,8 km de distancia y 2,6 km de La Lagunita.
Isnabus en
lengua indígena significa, campo de cenizas, pertenece al Municipio Urdaneta,
estado Trujillo. A mediados del siglo pasado, aún desfilaban los arreos de
bestias cansinos que enfilan llenos de hortalizas y ramas, partiendo de
Isnabus, acompañados de cierta melancolía, por esta serranía de La
Culata.
Ella tuvo que
buscar otro sendero, hacia otro lugar, hacia tierras más generosas, lo había
pensado mucho y lo hizo, sin que ninguno de sus parientes pudiera hacer la
mínima muestra de salir a retenerla, así era Nicolasa González, a quien pude
conocer hace ya varias décadas, en su casa en los altos de la Escuela La
Flecha.
Se dice
que la gente de Isnabus, es gente montuna, hosca, escasa por el pesimismo o
temor o presa de esa hoguera infaltable de supersticiones ancestrales, que la
conforman irreductible en terquedad y hasta en lo festivo. Pero hay
excepciones, son aquellos que piensan que no es ese el mundo que quieren vivir
y disfrutar, se sienten templados con otro espíritu. Las mujeres
deambulan entre lo que permiten los tapiales de la vivienda, el fogón, la
cotidianidad de la huerta y los encierros de las vacas amansadas por sus
becerros, así van agotando su juventud, vegetando la nostalgia, apartadas
de los más hermosos sentimientos de la vida. Eran tiempos duros, hasta crueles,
de los que se procuraba huir, que
arropaba también a los hombres encorvados entre las débiles sementeras, el
sofocante sol, y el flaco rebaño de animales. Mucha pobreza y enfermedades.
Antonio Dávila González, la "Surupa" |
Un día,
elevándose por encima de aquella realidad, Nicolasa se despidió con aguados
ojos, de sus padres y hermanas, que quedaban en aquel olvidado pueblito. Se
marchó con el marido.
En Tabay,
llegaron a trabajar la tierra. Tabay, es como el hermano menor de Mérida, la
metropolitana ciudad estudiantil, son muy cercanos y se complementan. Es una
meseta a orillas del río Chama, del estado Mérida, a 1708 msnm, pasa la
carretera Trasandina. Tabay, en lengua indígena significa casa de los
espíritus. Allá fueron a dar, a nutrirse de ese bello lugar, de naturaleza y
virtud de esa que fortalece el cuerpo y vigoriza los quehaceres. Manuel Dávila, el marido, sabía que la paga
en esas haciendas era por lo menos al día y segura.
Nicolasa y
Manuel, dieron el salto, desde las cenizas, al lugar de los espíritus, a la
atractiva entrada a las mágicas cumbres de la Sierra Nevada venezolana. Ahí los
hizo llegar la necesidad. Manuel, pudo conocer primero y luego recorrer
con sus hijos, sitios como Mucurutan, Mucuy Alta y Mucuy Baja, el Arenal y San
Jacinto, zonas rurales de importancia, en donde podía trabajar la agricultura.
En el pueblo
existían varias pulperías y tiendas alrededor de la plaza Bolívar, donde los
vecinos van a los corredores y conversan, comen chimó y hasta pueden tomarse un
cuello corto de sabroso sanjonero. Peones, conuqueros, arrieros, estudiantes,
hacendados, paisanos y visitantes, tenían allí espacios de encuentro y
distracción.
Toñito el tabayero.
El placentero
Tabay, del estado Mérida, es buen sitio para fomentar familia. Allí Nicolasa y
Manuel Dávila, procrearon cinco hijos, a quienes pusieron por nombres: Isael,
Ramona, Isabel, Olinto y Antonio Dávila González, este último, nació en 1953,
nuestro apreciado personaje. Años después, Manuel Dávila murió en el
pueblo que le dio acogida, quedando Nicolasa González, al frente de la
familia. Antonio, habituado desde niño a trabajar, decidió buscar
trabajo, en las afueras del pueblo, pero con muchas limitaciones con el jornal.
En esas andadas de hacienda en hacienda, escuchó que en La Puerta, había
novedosas empresas agrícolas y posibilidad de trabajo, mejor remunerado.
Antonio Dávila González, la "Surupa", gráfica 2022. |
El
que conoce a Antonio Dávila González, a primera vista se confunde, tiene
aspecto de ermitaño, es hombre trigueño, de apariencia hosca, su cara no
caracteriza su jovial personalidad, es decente en su hablar, de conversa
pausada, el prototipo del andino servicial y agradecido. Se gana el
respeto inmediato de su interlocutor, de buen trato.
Un día de 1971,
se atrevió a surcar las cerradas cuestas del Páramo. Siendo mayor de edad, se
despidió de Nicolasa, su mamá y se montó con una marusa y algo de avio, en un
pequeño "chingo" que lo llevó a Apartaderos, ahí se bajó y fue
pidiendo cola en camiones, hasta llegar al destino que se había
propuesto. Entusiasmado por conseguir trabajo, y viajando solo, iba
maravillado de ver la hilera de pintorescos pueblos de La Culata. No
olvida su paso por Cacúte, el bello Mucurubá, el helado paisaje de Mucuhíes,
San Rafael, el ascenso lento y rudo al Pico El Águila, hoy del Cóndor; luego el
descenso, hacia La Venta, Chachopo, Timotes, bordeando el rio padre: el Motatán; fue una agradable experiencia que
aun guarda en su arsenal de recuerdos.
Antonio Dávila González, la "Surupa", gráfica 2020. |
En La Puerta, lo llaman
la "Surupa", y no sabe quién le puso ese mote; vocablo hindú que significa hermosa; pero
para las conversas de los andinos, se trata de un pequeño escarabajo; sin
embargo, a pesar del tiempo asentado en esta parroquia, se siente muy tabayero
o tabayense, como agrade mas.
Hizo un pequeño
recuento, en relación a su llegada a La Puerta, <<A los 18 años llegué a
trabajar en los champiñones y para aquel año era un trabajo fuerte, mucho
trabajo, yo estaba joven. Recuerdo que el Gato Luis y Esteban eran los
jefes inmediatos y el señor Clemente Alarcón, y el poeta Tista Araujo, eran
también obreros, porque era una compañía muy grande>>
(Conversación con Antonio Dávila. Plaza Bolívar de La Puerta. 29 enero de
2022). Siendo joven agricultor, pudo adaptarse rápidamente, al sistema de trabajo
de la compañía, ubicada en la finca El Pozo, cercana a La Flecha, en donde hubo
un importante desarrollo agroindustrial.
No recuerda
cuántos años laboró en la champiñonera, sin embargo, una dura realidad le tocó
vivir a Dávila, <<Le confieso que yo lo que quería era
trabajar, me vine sin estudios, yo no estudié, no sé ni firmar>>
(ídem); en esas condiciones, no se achicopaló, preguntando por aquí y
preguntando por allá, fue aclarando la oscuridad. Lo formó la universidad
de la vida, corrió con suerte.
Antonio Dávila González, la "Surupa", gráfica 2020. |
Su mamá al poco
tiempo, también se vino a vivir a La Puerta, específicamente a La Flecha, donde
tenía una parcela que sembraba y la casa; los hermanos de Antonio murieron
todos en Tabay, menos Isael. Nicolasa González, murió en La Puerta, orgullosa
mujer, jamás regresó a Isnabus, pensaría “chivo que se devuelve se’snuca”.
En los espacios
del sector El Pozo, y La Flecha, entre los compañeros y nuevos amigos, fue
aprendiendo el trabajo y cómo se llamaban las cosas, los materiales, las maquinas,
los implementos y las fases, en la producción champiñonera, rememoró que, <<en
esta empresa Interagro, estábamos como 30 trabajadores>> (ídem).
Acoplados al régimen de la unidad de producción agroindustrial. Esta
Parroquia, quedó impactada por este emprendimiento de nuevo cultivo.
Pero llegó un
momento lamentable, el cierre, que fue como un golpe clavado en la espalda y le
brotó la nostalgia, lo describe con sencillas y parcas palabras: <<Un
día se acabó la compañía, porque ya no producía y me fui a trabajar a Los
Teques>> (ídem); se empinó, se elevó por encima de esa
tristeza y se fue al centro del país.
En asuntos
de vida personal y afectiva, Antonio cultivó fervorosamente el amor con una
joven nativa de La Flecha, de nombre Edicta Albornoz, con quien hizo pareja y
procreó cinco hijos Adela, Yaritza, Yoselin, Frank, y Yuma Albornoz, que
ya son adultos. Este tabayero, echó raíces en La Puerta.