Por Oswaldo Manrique (*)
En la más neblinosa calle de La Puerta, donde se mezclaba con el murmullo de la ventisca, llamada antiguamente el “Callejón de los Muertos”, hoy calle Sucre, como el Mariscal, a pocos metros de la Casa Parroquial, vivió un timotense, cuyo nombre apenas recordarán algunos de nuestros mas antiguos pobladores: Paz Vergara. Fue el último custodio y difusor de la sabiduría ancestral de esa gran nación indígena. Un ser tan enigmático, contemplativo y a veces tan incomprensible, como la espesura de las verdes montañas. De mirada intensa, de esas que hacen huir a cualquiera, encerraba la cultura de milenios de su gente, así como su cuerpo, contenía su misma escurridiza vida. A mediados del siglo pasado, muy pocos vecinos se atrevían a buscarlo o hacer amistad con él, era discreto, prudente, serio, espiritual, de francas expresiones y respuestas, y los que lo hicieron, quedaron maravillados de sus conversas y más de las veces, enseñanzas.
Cuando su padre, indígena Timoto como él, lo trajo
caminando a través de la Mocotí, por vez primera a La Puerta, le dijo al llegar
a La Lagunita, que estaban en la “Entrada Mística del Valle Encantado de los
Bomboyes”, le dijo: Kiu-Ustate (1).
Esas palabras, lo marcaron desde niño para toda la vida, y luego de recorrerlo
y apreciarlo, se preocupó por conocer de sus parientes Timotes, todo lo
referido a los secretos y la historia de este sitio y de sus seres vivientes.
Después conocería el Santuario Maen Shombuk (Páramo de las Siete Lagunas).
Dejó saber su amigo Alfonso Araujo, quien fue
Prefecto de La Puerta, que Paz había <<nacido en Timotes, en 1919, y por su
propia insistencia lo habían traído
siendo viejo a trabajar a La Puerta, tenía como unos 50 años aproximadamente>>
(Conversación
con Ángel Araujo. La Puerta. 15 enero de 2023); es posible, que haya sido una de sus grandes
aspiraciones, vivir en esta población.
Relató el mismo Araujo, que Paz <<fue ayudante y luego panadero, en un negocio
de panificación artesanal que regentaba el señor Cesar Sulbarán, esposo de la
señora Victoria Linares, ubicado en la
Bolívar, al lado del Bar Tropical, del señor Gil Combita, en una casa vieja del
comerciante valerano Noé Carrizo, frente al hoy Hotel Chiquinquirá>> (Conversación citada); luego funcionó en la avenida
Sucre, al lado de la casa del señor Manaú, donde Gil Combita tenia una
cochinera.
Igualmente lo recuerda el vecino Marcos Terán, quien
era un niño en aquellos años, diciendo que Paz era panadero y sacaban <<un pan dulce macizo, que costaba un medio, era tan bueno, que
lo llevaban a vender a Timotes>>. Medio,
equivalía a 0,25 céntimos de Bolívar.
Araujo, en la continuación de su relato sobre Paz, recordó
que, <<Trabajando en la
panadería estuvo por espacio de unos 10 años, cansado de esta faena, se puso a
limpiar solares y a beber michito de vez en cuando, mitigando su soledad. Se la
pasaba donde don Polo Palomares, ahí, la señora Hilda le daba algo de
comer>>. Esto fue
confirmado por la gentil señora Hilda Palomares, cuando le preguntamos acerca
de este personaje y lo recuerda con bondad, el tiempo no le ha menguado la
memoria, <<Lo aceptábamos y comía
en esta casa, y cuando ya tenía muy avanzada la enfermedad de la pierna, aquí
se le bañaba y se le curaba la herida>>; vecina de la avenida Bolívar con calle 4
de La Puerta; esta matrona fiel a sus valores cristianos, compasiva, socorre a
los seres en conflicto con el dolor, expresión y virtud de alto sentimiento por
sus semejantes.
Su silenciosa devoción
por la “Montaña Encantada”.
Paz, no requería compañía ni
conversaciones sonoras. Varios de sus
vecinos recuerdan que, cuando se le veía sentado en el frente de su casa, o en
la Plaza, frente a la Iglesia, en estado y pose mística, era porque estaba
viviendo momentos de elevación espiritual, de oxigenación y limpieza de sus
pensamientos.
Sus conversas eran en otro plano, siempre observando la montaña, donde
encontraba sus interlocutores. Quizás, fue una especie de oráculo, cargado de misticismo, en un pueblo
con fuertes episodios, por borrar sus raíces.
El atento indígena, como si cumpliera una labor
carbonera, se sentaba a contemplar su “Montaña Encantada”, hacia el lado este
de la Parroquia, en los términos de Pitimay, de la que conocía todos sus
secretos, la que había podido recorrer
sin problemas, y en su mente la había hecho su principal responsabilidad, de día y de noche, cuando tenía tiempo libre,
con niebla, lluvia, frío o sol, siempre estaba en estado contemplativo. Un ferviente devoto de la montaña,
en ruta a Carorita, antes llamada Kukuruy. Pasaba horas mirándola fijo, como en
contubernio, descarnándola por entre los frondosos arboles y follajes y el
manto grisáceo de neblina, a veces, posando la ojeada en el firmamento celeste.
Sin duda, era el abrigo para su espiritualidad y para las dolencias de su desgastada humanidad.
El Indio Paz Vergara. Imagen colaboración arquitecta Marlene Palomares.
El analítico y perspicaz párroco de La Puerta, Pbro.
Ramon de Jesús Trejo, tambien merideño, el gran devoto y diseñador del primer
vitral del Dr. José Gregorio Hernández, de la Iglesia, se refería a estas almas
indígenas, que con todo y sus supersticiones, no practicantes del catolicismo,
eran profundamente idealistas, reconociendo que gozaban de una privilegiada
visión que iba más allá de las cosas materiales. Acaso se refería a un profundo conocedor de
la naturaleza y de la espiritualidad de los Timotes. Con una fuerte creencia de
la existencia de un mundo más allá de la vida, trenzados con rituales mágicos
con los elementos de la naturaleza.
Desde niño, fue
formándose dentro de su familia tribal, como guardián de la historia, del
conocimiento y de la gran sabiduría. Poseía una gran simbología, apreciaba
mucho las aguas, las nacientes, el río, las quebradas, también la del cielo,
porque sabía interpretar las señales celestes para la agricultura, daba
consejos sobre esto a quien se lo pedía.
Este ser, sin malicia, piadoso, sin envidia, se
preocupaba por la naturaleza, por el legado ancestral indígena, como si fuera
algo a lo que estaba obligado a cuidar, a vigilar, por pertenecer a la raza
Timoto, por esto, unas personas han considerado que su misma historia de vida,
forma parte de nuestras leyendas verdaderas, que hay que conocer y
difundir. Paz, conocía los más
recónditos secretos de la “Entrada Mística” del valle de La Puerta, y las
riquezas de los Bomboyes, parientes de los indígenas Timotes; de él, de
sus palabras se pudo conocer lo de la “Montaña Encantada” con sus alhajas y
reliquias enterradas en los mintoyes de los caciques y sacerdotes nativos. Pudo
enterarse de la “Naciente Secreta y su Gruta Maravillosa” en la serranía de Carorita,
describiendo todos los elementos seductores de este paradisíaco sitio;
igualmente, lo referido a los espantos del “Callejón de los Muertos”, entre
otras historias y leyendas de La Puerta.
Paz Vergara, las
narraciones de un ser místico.
Fue un ser distinto, un vecino diferente entre sus
vecinos. Eran tiempos en los que a los muchachos, al regresar a las casas,
luego de las tardes de escapadas o al regresar de la misma escuela, todos
caretos, sudorosos, con las camisas y pantalones manchados de barro o rotos, se
nos decía para reprender y criticarnos – ¡Parecés un indio! No era por halago ni cariño, sino parte del regaño,
que significaba que se era sucio, hosco, bruto, flojo e irresponsable.
El señor Antonio Briceño, uno de los niños de
aquella época en que Paz estuvo residenciado en la casa diagonal a la “Esquina
del Muerto Azabache” o “Esquina del Muerto”
(avenida Sucre con Calle 7), explicó que, <<para él era más cómodo
compartir con niños, que con adultos, que por su aspecto, lo rechazaban; a los niños les enseñaba
a realizar flechas de carruso, también con un pitillo y una chapa de refresco,
hacia flautas de carruso y las obsequiaba, si en sus labores algo de juguete
encontraba, algo así como una metra, una pelota, algo que pudiese servir a los
niños, la recogía para obsequiarla>>. Cumplía las funciones de los tíos
Timoto, a quienes se les encomendaba dentro de la tribu a formar y educar a los
niños, en su conocimiento y sabiduría ancestral.
El “indio” Paz, como lo llamaban, quizás para
burlarse de él, fue un ser espiritual, en el fondo un hombre sin malicia, muy
trabajador y colaborador. Alfonso Araujo, quien fue su amigo personal, relató
que tenía muchas veces un brillo singular en sus ojos. Era blanco, ojos claros,
corpulento y de mediana estatura. Desde que lo conoció en la panadería del
señor Cesar Sulbarán, donde hacían los mejores panes del pueblo, se aficionó a
conversar con Paz, y éste, le honró afecto amistoso, contándole parte de sus
conocimientos e historias ancestrales, lo que le fue abriendo los ojos sobre
temas aún poco develados. Recordó que, estando conversando en una oportunidad,
donde está actualmente la posada turística, en la vía hacia la escuela Faure
Sabaut, había una cruz y él le tiraba una piedra, y le comentó en voz baja, <<así
se honra a los muertos>>; seguramente, se refería al sitio del
homicidio de aquel ser, que llamaron el “Muerto Azabache”.
Cuando alguno le gritaba: “paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad”, se
molestaba e inmediatamente los corría con un cuchillo. Se decía que el señor
Pacho, el de la bodega de la esquina de la Calle 4 con avenida Páez, era su
hermano, lo que no se ha podido confirmar.
Paz, con el fragor de los años, había depurado su
misticismo, de tal manera que sus vecinos, lo evadían al verlo, lo tildaban de
viejo loco, otros que era brujo, porque se la pasaba como esperando el retorno
de alguien o de algo que se la había ido y que pronto regresaría, quizás su
fortuna, no entendían que se transportaba a su espacio celeste. Allí pasó años,
de complaciente espera, hasta que le llegó el no más yo, fue.
En sus labores, se lesionó una pierna, y le fue
avanzando la herida, que a veces había que llevarlo de urgencia al Hospital de
Valera, para que se la limpiaran. Una
vez, siendo Prefecto, recordó
Araujo, que en 1979 lo llevó y tuvo que
“chapear” porque no querían atenderlo, logró que lo pusieran bajo un hidrojet y
lo curaron, pero sería mucho el dolor que sentía que se puso a beber mas
“michito” sanjonero.
A los años,
se lo llevó un familiar lejano, que tenía en El Molino y le dio cobijo.
Alfonso, tiempo después lo fue a visitar, donde vivía, estaba muy viejo, pero
siempre atento y con su verbal sabiduría conversaron, le pidió que lo llevara
al pueblo, al centro de La Puerta, quería verlo por última vez. Era una tarde
clara, no había niebla sobre los techos de las casas, menos sobre las calles.
Estuvo callado. Al pasar por la Plaza, solo alcanzó a balbucear una especie de
refunfuño melancólico e infecundo. Lo llevaron de regreso a su casa y ya para
despedirse, le dijo: - En La
Puerta, la muerte ha reposado sus morocotas, son sus víctimas, y lo que lamento
es que hayan sido de la raza mía. Esta enérgica frase, de fuerte
reproche, recordaba que en La Puerta, se habia cometido una mortandad, muchos
perdieron sus vidas; y el dolor de Paz, es aún mayor porque esas víctimas
pertenecen a su propio pueblo de etnia Timotes, los Bomboyes, lo que obliga
incluir en su historia, esa tragedia de 1891, cuando fueron despojados de sus
tierras y quemadas las casas a los habitantes del Resguardo Indígena de La Puerta, que afecta directamente su sentido
de identidad y pertenencia.
Una sombra reflexiva que caminaba por las
polvorientas calles y por los más alejados caseríos del Páramo: Paz Vergara, el
indígena, cauteloso, sin compañía, con mucha sabiduría, envuelto en el
misticismo. Su presencia en La Puerta, es de lo más interesante. Murió a los 75
años, en 1994. Se ha escuchado, que lo han visto caminando, con su yurure (2) al hombro, caminando por las
calles del pueblo. Mi agradecimiento a los que dieron testimonio de este
personaje, especialmente a la señora Hilda Palomares y a su hija Arquitecta
Marlene Palomares, por las fotografías y los datos, para la elaboración de esta
crónica.
(1)
La
Puerta, en dialecto Timoto.
(2) Mochila o morral usado por los indígenas del valle del Bomboy.
(*) Portador Patrimonial Histórico y Cultural de La Puerta.